De mi primer día de colegio, del primero de todos, no recuerdo nada con nitidez, sino tan solo algunos retales hoy ya borrosos y una sensación de vértigo al comenzarlo y de alegre alivio al acabar. La razón principal por la que en apenas media mañana pude pasar de la primera a la segunda impresión tiene nombre propio: don Mariano. Él supo, en cuestión de minutos, cautivar a un grupo de críos temerosos, que barruntaban alguna oscura especie de régimen marcial en sus primeros instantes como soldados del sistema educativo, y que salieron de aquel aula, que durante un año se convertiría en segunda casa, con la satisfacción de saberse protegidos, en buenas manos. No recuerdo qué hizo don Mariano para lograr en nosotros aquel efecto, aunque sí que bajé las escaleras del pequeño túnel que comunicaba el patio de abajo con la primera planta del edificio de Primaria muy contento, sin poder dejar de sonreír, porque «don Marciano», como le dije a mi madre en el camino de vuelta a casa, nos había caído en gracia, nos había hecho presentir un año en que descubriríamos cosas, personas y sensaciones infantiles, algunas dulces y otras más amargas, pero con la seguridad de que quedarían amortiguadas por el carácter afable de aquel hombre risueño que estaría allí por nosotros. Con don Mariano, finalmente, tuvimos la suerte de compartir dos cursos, los dos primeros de una etapa que, para muchos de nosotros, se alargaría por otros diez más, pero que vendría siempre determinada por aquel comienzo edénico y libre de preocupaciones. Y es que con él los días fueron plácidos, y todos mis recuerdos de aquellos momentos me retrotraen a unos tiempos que ya hace mucho que se fueron. De chándales reversibles que hoy llamaríamos «vintage» y por los que no me importaría pagar un buen dinero con tal de traerlos de vuelta; de excursiones sin móviles, en las que todos gastábamos un par de cámaras desechables con las que desperdicíabamos decenas de fotos mal tiradas a través de aquellos visores birriosos; de bares de colegio cañís, hoy ya extintos, en que el Vicente de turno (nuestro Vicente) te loncheaba el chóped y al que don Mariano nos mandaba en ocasiones a por su dónut del Real Madrid (¿del Madrid? sí, porque era «blanco»). Era un tiempo en que todo parecía flotar: nosotros, nuestras preocupaciones, nuestros miedos y angustias, nuestros llantos… nuestros días, al cabo, que eran delicuescentes: no pesaban nada, jamás nos suponían una carga, sino que constituían la sucesión de aventuras de unos muchachos que estaban descubriendo un mundo, mecidos por la mano firme y tranquila de un tutor que nos cuidaba, que nos defendía y protegía de los imprevistos de una vida que aún nos quedaba grande y que se iba abriendo ante nosotros al paso acompasado que don Mariano dictaba durante las muchas horas en que quedábamos bajo su guarda.
No nos dimos cuenta entonces de que, a la sazón, pudimos obtener las herramientas que, en buena medida, nos iban a permitir afrontar los siguientes años de nuestras vidas con robustez y criterio. El tutor es, entre otras acepciones, la caña que se clava al pie de la planta para mantenerla recta en su crecimiento. Hoy pienso, mientras escribo azorado estas líneas apresuradas, movidas por la sevicia con que en ocasiones se comporta la vida, que don Mariano fue un tutor en el más esplendoroso de los sentidos del término, y que, en el futuro, difícilmente mis hijos se librarán del achuchón de mofletes con el que trataré de parecerme en algún modo a quien supo laborar pacientemente la tierra para que de ella acabasen brotando, por encima de cualquier otra consideración, buenos y honrados ciudadanos.
DEP.